Hará unos seis años en Barcelona, quede con unos amigos para cenar. Entre ellos estaba Jordi. Un chico de 25 años, con el que había quedado solo unas 3 o 4 veces.
Jordi era un chico alegre que siempre veía las cosas de forma positiva y tenía mucha confianza en si mismo. Era un placer hablar con él.
Aunque habíamos quedado pocas veces, congeniábamos muy bien. Teníamos el mismo sentido del humor y hacíamos bromas sobre las mismas tonterías.
Después de reírnos a más no poder durante la cena, acordamos vernos de nuevo:
—Oye Jordi —le dije—. La semana que viene tenemos que vernos otra vez.
—Claro que sí. Hacia tiempo que no me reía tanto.
Muerte de un amigo
Este fue el último día que lo vi. Dos días más tarde, un amigo me llamo. Me dijo que el día de la cena, cuando Jordi volvía a casa en coche, tuvo un accidente de tráfico y murió en el acto.
Eso me produjo un estado mental, para el que no estaba preparado. En principio, no pensé que me fuera a afectar demasiado. Jordi y yo congeniábamos muy bien, pero no éramos amigos cercanos.
Por desgracia, estaba totalmente equivocado. Sin darme cuenta, esa experiencia estaba en mi cabeza las 24 horas del día. Al principio no entendí porque. Ahora lo sé.
La negación
Primero está la típica reacción a estos hechos. No querer afrontar la realidad. Incluso en un momento, pensé que lo volvería a ver el fin de semana.
¿Y cuál es la consecuencia?
Eso, por desgracia, hace que tardes más en aceptar la realidad.
La ira
Luego viene la ira contra cualquier cosa que pudiera tener algo que ver con el accidente. El coche, la carretera en mal estado o lo que fuera.
La aceptación
Al final llega el monento de la acentación. Cuando ya no te queda otra que aceptar la realidad de que no lo volvería a ver, ni volveríamos a reírnos juntos.
También tocó aceptar el hecho de que estamos aquí temporalmente. De que no somos inmortales. Ya sabes…
Hoy estamos aquí y mañana quizás no.
Hubo otra cosa muy chocante para mí. Fue que un persona joven como él, tan positiva y llena de vida, desapareciera en un suspiro.
Ni tan solo pude despedirme, joder. Dijimos “nos vemos la semana que viene” no “adios”.
Y luego te preguntas, ¡¿por qué?!
La eterna pregunta. Cuando te cansas de intentar encontrar una respuesta llegas a la conclusión de siempre.
No hay un porqué.
La vida es un regalo con fecha de caducidad. Un fecha que no conocemos. Y quizás sea mejor así.
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